Nubes grises estropeaban la noche más hermosa que había, truenos que enmudecían los oídos de aquello por lo que discutían, el aire se colaba por las ventanas azotando las puertas, la llovizna incrementaba con los gritos, los tonos de la imagen se aceleraba rápidamente, los movimientos eran bruscos y toscos. Paseándose de salón en salón, era una persecución constante cuyo inicio desconocían. El contacto físico los hacía reprocharse más y más. La entrada principal se abrió bruscamente permitiendo el paso a la tormenta.

Mirándose fijamente a los ojos, ambos llenos de pasión, no entendían bien lo que estaba sucediendo. A su alrededor todo se devastaba, no cabía en su entendimiento lo qué afuera ocurría. El mar se movía destructivamente hacía la playa, algunos marineros intentaban encallar sus botes, algunos pesqueros lograban salvar lo poco que tenían y aquellos magnates dueños de yates tomaban la decisión de abordar una habitación en cualquier hotel con tal de ya terminar con la pesadilla.

La luz comenzaba a tintinear dándole indicios de que algo andaba mal, ya los platos se caían de los estantes, los cuadros de aquellos bellos recuerdos se encontraban desquebrajados en el suelo, los muebles se encontraban desacomodados; pero ellos seguían discutiendo. La lluvia alcanzó los ojos de ella, encontrándose con ese invencible desastre. Las temerarias olas chocaban contra lo que él deseaba explicarle.

Extendía una mano el rugir de los cielos descansando un poco, los habitantes de aquel pueblo pensaban que todo había terminado. Saliendo de sus refugios observando cómo la tempestad tomaba curso rumbo a otros horizontes y comenzaban a levantar entre los escombros lo que quedaba.

Un momento de silencio causó que ella tomara sus cosas de donde las encontrara, armando la maleta dispuesta a irse, a ya no volver, decidida a tener el valor de parar por un segundo y seguir sola, cosa que jamás había hecho.

Él se encontraba enderezando una silla del comedor que se había volteado, se sentó reclinándose hacía adelante colocando sus codos en las rodillas, sosteniendo su cabeza no paraba de recriminarse todo lo que estaba perdiendo ese día. La tempestad había terminado, sólo quedaba construir de nuevo. Ella bajó rápidamente las escaleras arrastrando la maleta, caminando con prisa rumbo a la puerta. Él solo la vio pasar dejando que las cosas sucedieran. No era el momento de perseguirla, no era el tiempo indicado para seguir intentando. Observando desde la silla cómo ella se iba sin decir nada, sin voltear, sin vacilo. Ella bajaba el porche de la casa con apuro dirigiéndose al coche, subió la maleta a la cajuela y moviéndose presurosa al asiento del piloto, insertó la llave dándole inicio al motor y arrancó con desenfreno.

Momentos después, el sonido de la bocina repetía constantemente el nombre del doctor, las enfermeras lo tomaban de las manos para que no se acercara, él gritaba sin sentido, ya no había nada que hacer; lo dejaron entrar a la sala de emergencias para admirar una bolsa con un cuerpo, ya no era ella, era el eco sonoro de la próxima tormenta que se avecinaba.

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