Por Marisol Zimbrón F.
Fotos: cortesía.
La historia vinícola de la región data de alrededor del 8000 a.C., antes incluso de que los griegos llegaran al sur de Italia. Para entonces la vitivinicultura de la zona era ya una tradición favorecida por la facilidad con la que las uvas se cultivaban en sus tierras desde entonces. Por esta razón, los griegos le llamaron “Oinotria” o “tierra del vino”.
Después de los griegos llegaron los etruscos, y tras de ellos los romanos, quienes desarrollaron la vitivinicultura a lo largo de todo su imperio, llevándola a otro nivel dotando al vino —entre otras cosas—, de un gran potencial de guarda, tanto por la manera en que lo producían, como por el uso de barricas y botellas similares a las que se usan en la actualidad.
Pompeya fue el principal centro vinícola romano hasta su destrucción en 79 d.C. con la erupción del volcán Vesubio. Desde ahí se distribuía el vino a lo largo del valle del Rohn, llegando a Burdeos en tiempos del emperador Julio César, gran entusiasta del vino, quien llevó el cultivo de la vid a todos los territorios del Imperio romano, sentando las bases de los grandes viñedos franceses, españoles, alemanes y austriacos, entre otros.
El cultivo de la vid generó, a su vez, un efecto civilizador y detonador del comercio y la economía a lo largo de las zonas vinícolas y en las orillas de los ríos que permitían de distribución hacia distintas zonas.
La prosperidad y el auge vinícola ocasionaron una sobreproducción de uva en el Imperio romano, obligando al emperador Domiciano a prohibir la creación de viñedos nuevos, prohibición que estuvo en vigor durante casi 200 años, hasta que el emperador Marco Aurelio Probo la levantó por la necesidad de garantizar el abastecimiento de vino para sus tropas. En ese entonces surgieron los viñedos a orillas del Mosela y el Danubio, que constituyen hoy en día los territorios vinícolas más importantes de Alemania y Austria.
Con la caída del Imperio romano, buena parte de los países europeos productores de vino entraron en una fase de estancamiento y la vinificación se limitó, durante la Edad Media, a la realizada en los monasterios. Fue entonces cuando, con la difusión del catolicismo y la importancia del vino como parte de la celebración eucarística, la cultura de la vitivinicultura se esparció por el mundo.
Italia continuó refinado las técnicas de su producción vinícola, consolidando su reputación como productora de una amplia variedad de vinos. Fama y prestigio que continúa hasta nuestros días.
Denominaciones de origen
Italia cuenta con más de 200 Denominaciones de Origen Controladas (DOC) entre las que destacan Piamonte, Toscana, Véneto, Emilia Romaña. Sicilia, Cerdeña. Apulia y Lombardía, entre otras muchas.
La variedad de uva es igualmente amplia y diversa tanto en la gama tinta como en la blanca, pero son tres uvas tintas las reinas de esta gama de la viticultura italiana: Nebbiolo, San Giovese y Barbera.
De estas tres variedades surgen cuatro de los vinos tintos más prestigiosos de la región, el “póker de B’s” del vino italiano.
De la uva Nebbiolo surgen dos de los grandes vinos italianos: el Barolo y el Barbaresco, ambos de la región de Piamonte, al noroccidente de Italia.
Los vinos Barolo son vinos de gran guarda, que adquieren su característica elegancia tras 38 meses de crianza en bodega, de los cuales al menos 18 se pasan en barrica.
Hoy en día, uno de los grandes exponentes de estos vinos es el Aldo Conterno Barolo Granbussia Riserva, varietal de Nebbiolo, es un vino para guardarse al menos 15 años (en condiciones adecuadas) antes de beberse. De color granate profundo, es un vino elegante, equilibrado y potente en boca. Con notas frutales de cereza y ciruela y complejos aromas de violeta, tabaco y orozuz. En boca es aterciopelado y delicioso.
En el caso del Barbaresco, mi predilecto actual es Gaja Barbaresco Sorì San Lorenzo. Un vino más sutil que el Barolo, pero igual de elegante y exquisito. De larga crianza también, sorprende con sus aromas a flores, grosella negra y sus notas herbales y de bosque húmedo. En boca es aterciopelado y bien balanceado, con una compleja gama de sabores que refleja lo percibido en nariz.
La uva San Giovese, en su variedad Grosso, da origen a uno de los más tradicionales vinos de la Toscana, aquellos originados en la región de Brunello y que ostentan el mismo nombre. Los Brunellos o Brunello di Montalcino —uno de los vinos más famosos en el mundo— son vinos que se benefician de la lenta maduración que las condiciones climáticas de la zona da a la vid.
Un gran ejemplo de estos vinos lo constituye el Renieri Brunello di Montalcino Riserva, un vino que requiere beberse con al menos cinco años de añejamiento en botella, es poderoso y persistente, pero a la vez elegante, especiado y con notas de cereza y grosella negras y destellos minerales. En boca su larga persistencia evoluciona a su carácter frutal, ofreciendo agradables notas de mermelada. Un vino exquisito.
Finalmente, los vinos de la uva Barbera, propios de las zonas de Astí y Cúneo. Aquí destaca el Bruno Rocca Barbera d’Alba. Este vino, nacido en el valle del Neive, en la región de Cúneo, es vinificado en cubas de acero inoxidable y criado por 12 meses en barricas de roble francés. En nariz es intenso, con aromas de cerezas, ciruelas y moras maduras, pimienta rosa, nueces y aromas torrefactos. En boca es elegante, redondo con claras notas de fruta madura, mermelada y caramelo, y un final de clara acidez.